Si sólo se perdiera la cabeza,
enamorarse no sería trágico.
ALEJANDRA SIRVENT
Tras los abrazos y los besos,
las noches, los hoteles, al volver a encontrarnos
no sabíamos nunca de qué hablar.
Un día me dijiste que yo me aproximaba
a ti como el que intenta recomponer los trozos
de una pequeña ánfora rota.
No hace falta -decías-, soy muy fuerte. Y te tocaba
temiendo aún abrir llagas como cuchillos,
una Alejandra pálida, sorda como un reproche.
No sé de quién quería protegerte.
Han pasado los años y no te he dado nada
salvo palabras, y a veces ni eso.
Quizá esperabas que me enamorase
de ti. Bueno, lo hice,
con un amor que es un secreto a voces:
ruido de ágiles dedos recorriendo el teclado,
pidiendo todo. Me escribiste: ¿Qué quieres de mí?
¿Mi alma, mi mano?
En cierto modo tú fuiste el primero. Y yo asentía,
graznando: todo, todo.
Y me acuerdo de ti y de nuevo estás desnuda
como un pañuelo, y eres libre y morena, una isla nativa,
y tan hermosa que me duele el pecho como si hubiera hecho algo muy malo.
Somos dos novios. Y tú no pudiste
ni quedarte a dormir. La ropa era una cáscara.
Nos tronchamos de risa delante de dos copas.
Ahora tal vez no tenga ni tus correos, ves:
no supe protegerte.
Pero ni los veranos despiadados ni los sórdidos tigres -su horror blanco- tienen parte en lo nuestro.
Somos a un tiempo espectador y mago uno del otro,
y habrá más camas y más copas y
millones de palabras.
Soy un animalito muy doméstico.
Venga, sonríe,
mi chica fuerte.
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